Burbujas de mis novelas


Las Flores de Perséfone

     Dracoprileo chimaera.
     Así era como la había catalogado la sociedad cryptozoológica de Londres.
     Junto a una de las fuentes de sir Edwin Lutyens de la que manaba una palmera de agua, se había detenido un extraño ser. Los ojos de un fiero león se enfrentaron a los suyos. ¿Un león en Trafalgar Square? Le resultó irónico. Pero no, en realidad no era un león, no al menos como el de las gigantescas esculturas de bronce que custodiaban sus fuentes. Bajo la atenta mirada de la estatua de Nelson, enhiesto en las alturas y auspiciado por el pórtico solitario de la National Gallery, Andrés Costa pidió a Dios  —algo que nunca antes recordaba haber hecho—, que su locura sólo fuera precursora de una muerte rápida.
     En la lejanía ululó una sirena de bomberos que se extinguió en pocos segundos engullida por la noche. ¿Por qué nadie acudía en su ayuda? El arqueólogo suspiró profundamente y movió la cabeza en señal de negación. Nadie vendría a ayudarle. Aquella mañana había cometido una equivocación. Ahora estaba seguro de ello. Había puesto en peligro a una de las personas que más quería en el mundo y, desgraciadamente, no tendría ocasión de enmendar su error.

     No, claro que no se trataba de un león, por mucho que él hubiera deseado que lo fuera. Dracoprileo chimaera era un ser que no existía más que en las arcanas reminiscencias de la mitología antigua, un animal fabuloso que hipotéticamente había vivido en las colinas licias, en el suroeste de Turquía y que, muy a su pesar, respiraba su abrasador aliento a quince metros de donde él le contemplaba.



Pétalos de acero

    Si hubiéramos sabido la estela de extraños robos, secuestros e incluso asesinatos en los que aquel telegrama recibido a principios de junio nos iba a involucrar, estoy seguro de que mi tío jamás hubiera aceptado la invitación que nos ofrecía.
    Creímos ingenuamente que la petición de ayuda que en él se nos solicitaba no sería más que la oportuna excusa para pasar unas agradables vacaciones en una tierra a la que habíamos añorado regresar desde hacía décadas.
    ¡Cuánto nos equivocábamos!
    A punto de morir bajo tierra, sepultados por toneladas de agua y piedra, lamento la decisión que tomamos. Nunca debimos subirnos a aquel tren. Tendríamos que habernos quedado en París y haber seguido trabajando en nuestro negocio. Era lo único que sabíamos hacer, lo que nos hacía felices y lo que nos permitía regalar esa felicidad a aquellos que decidían compartir nuestros sueños. Sin embargo, eso ya no podrá volver a ser nunca así. Es demasiado tarde. Hemos caído en una ratonera de la que no podemos escapar. Moriremos sin saber la verdad, y el sacrificio de nuestras vidas será inútil e infructuoso. Nuestros enemigos nos habrán ganado la mano en este fatídico juego con las peores cartas de la baraja.



Captador de almas

     Me llamo Benson, de nombre Alexander, y soy Captador de Almas.
     Captador de Almas, reencarnador, mercenario, hereje, asesino…
   Muchos son los nombres por los que se nos conoce, pero pocos se acercan realmente a la verdadera esencia de lo que hacemos. Puede que Reencarnador de Espíritus sea un acertado y sublime título para mi oficio, si es que se le puede calificar de tal manera. Quizá… pero tampoco estoy demasiado seguro.
   ¿Qué hace un Captador de Almas? Bien, pues ni más ni menos que lo que significan en su interior más primigenio las mismas palabras, es decir: captar almas. ¿Qué estoy loco? Me gustaría estarlo, de verdad, pero desafortunadamente no puedo liberarme de esa pesada carga. Sí, amigos, puedo captar almas, robarlas, comerciar con ellas... ¿Cómo? Esa es una cuestión compleja y difícil de explicar con el lenguaje propio del hombre.
     Me llamo Benson, de nombre Alexander, y soy Captador de Almas.
     De hecho, me considero un hombre normal... Al menos, de esa forma me hubiera podido definir hasta hace bien poco, si es que puede definirse la normalidad en un mundo en el que ese término es prácticamente imposible de precisar.





Jonás

     La vida no le proporcionó a Jonás mucho tiempo para conocer a sus padres. El destino se los arrebató bien temprano. Él casi no recordaba lo sucedido, pues el cerebro es lo suficientemente sabio para hacer olvidar el horror que puede trastocar de forma definitiva la mente humana, un punto de no retorno del cual es imposible escapar. Sólo en algunas ocasiones, durante aquellos vagos paseos del adormecimiento que transcurren en el duermevela, Jonás rememoraba sensaciones como el dolor, el sonido de los cristales rompiéndose en una tormenta de hielo, los gritos... Nada más. Se trataba de algo diluido en su inconsciente, de emociones y recuerdos difuminados entre las sombras que tanto podían ser reales como pertenecientes a algún mal sueño.
     En realidad, Jonás conocía lo sucedido por lo que los demás le habían explicado. Tenía diez años cuando pasó, y lo primero que recordaba tras aquel espacio vacío que había en su memoria era la imagen familiar de tío Mauro y tía Lúa sentados junto a su cama, en el hospital, rodeados de multitud de aparatos y tubos a los que él estaba conectado.
     Días después, cuando su salud se recuperó lo suficiente, intentaron explicarle lo sucedido.
     Regresaban a casa después de visitar a unos amigos de sus padres que vivían en la sierra cercana a Madrid. Era de noche, llovía mucho y el asfalto estaba resbaladizo. Su padre conducía con cuidado, pero un jabalí perdido salió del bosque que flanqueaba la carretera y se cruzó en su camino. Asustado por la luz de los faros, el animal ni tan siquiera se movió. El padre de Jonás intentó esquivarlo, pero el vehículo derrapó y perdió el control, arrollando al animal y saliéndose de la calzada, iniciando un mortal baile de vueltas de campana que acabó brutalmente detenido por un grueso pino. Tardaron varias horas en encontrarlos. Sus padres habían muerto al instante y él... Bueno, él había quedado muy malherido, había entrado en coma y así había estado durante cuatro días.


     Jonás no recordaba nada, absolutamente nada, y eso hizo más insoportable sobrellevar la desaparición de sus progenitores. La última vez que les había visto estaban vivos, alegres, recordaba la bella mirada de su madre, azul cielo, su dulce voz contándole cuentos; a su padre, regañándole el día anterior por no haberse esforzado lo suficiente en la asignatura de matemáticas y... de pronto, todo su mundo se había puesto patas arriba, él se hallaba en el hospital dependiente de un sinfín de desconocidos aparatos y las vidas de sus padres se habían eclipsado para siempre.

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